miércoles, mayo 20

Adrianita, la vecinita de enfrente. Por Gustavo Hierro


Hola Gente!!! Como se encuentran? Espero que bien, disfrutando de lo bueno que la vida, Dios te haya dado o de lo bueno que vos hayas alcanzado.

Leyendo notas de los contactos de mi Facebook me gusto mucho este relato para compartirlos con todos ustedes, del cual me gustaría resaltar 3 puntos.

1-nunca, nunca, nunca dejes de soñar, dejes de creer, ni pierdas las esperanzas, ni la ilusión de algún día lograr, conocer o lo que sea que hayas deseado. Y mientras sigue viviendo… aun mas sigue viviendo como si ya lo hubieses logrando, así, como en este relato.

2-hace todo el bien que te venga a mano aun no creas que sirva para algo, hace esas cosas puras, esas cosas que te nacen del corazón sin saber porque… así como cuenta Gustavo, que el acompañaba cada día a Adrianita a su casa, porque no sabes si estas siendo usado por Dios para cuidar, bendecir o levantar una vida.

3-este relato, al leerlo la protagonista del mismo, le fue, como dice la Biblia, medicina a sus huesos, así que nunca por favor te calles cuando tenes algo bueno, lindo, amable que decir o decirle a otra persona.

Que mas agregar… Dios es omnipotente pero nos usa a nosotros, a cada uno, como herramientas de amor, de sanidad, de ayuda.

Creas en el o no, el siempre estará cerca, tanto como que si lo vieras, lo podrías tocar.

Te envío mis cariños

Claudia

Adrianita, la vecinita de enfrente.

Aclaración preliminar necesarísima: imposible sacar algún provecho de las líneas que siguen, sin haber leído antes mi post “La vecinita de enfrente” del 20 de agosto de 2008. Y ni aún así.

I

Finalmente, el martes 28 de abril se produjo el milagro.
Gracias a la providencial magia de Internet, ese día pude reencontrarme, 32 años más tarde, con el gran amor de mi infancia.
No pude creer cuando recuperé, Facebook mediante, el contacto con Adrianita . La mismísima que supo alimentar mis fantasías más inocentes, en una época en la que un chico de 11 todavía podía conservar un altísimo nivel de pureza.
En el reencuentro, primero telefónico, ella me adelantó que su vida no fue fácil, pero que le dio gratificaciones. Sigue casada con su primer novio (“mi único hombre”, me confesó, porque para alguna gente eso sigue teniendo valor), parió cinco hijos, cuatro varones ya crecidos (que tienen entre 14 y 24 años) y una princesita de seis, una gema preciosa en una familia de hombres.
Además, me contó que mi primer post la emocionó mucho. Que ella no me recuerda en absoluto. Que borró de su memoria todo lo que le pasó en aquella triste etapa de su vida, en la que perdió a su madre, víctima de un cáncer. Y que esa angustia de huérfana le impidió comprender ese diligente cortejo que yo le hacía todos los días, cuando la acompañaba desde la salida de la escuela hasta su casa.
(Más tarde, durante nuestro encuentro, concluyó de manera sorprendente que yo había sido un instrumento de Dios para protegerla, justo cuando ella y su hermanita Carola estaban solas y perdieron a su mamá. Y quizás, quién te dice, hubo algo de eso.)


II

Yo realmente quería ver a Adrianita, saber qué había sido de su vida. Como la tenía tan vívida en mis recuerdos, sentía curiosidad por saber en quién se había transformado. Quizás, en algún lugar, también guardaba algo de ese morbo que todos tenemos cuando especulamos sobre si aquella persona que hace mil años no vemos cambió mucho, si es hermosa, si engordó, si se le cayó la estantería.
Aunque yo no sabía cómo podría interpretar la invitación, me mandé y la invité a almorzar. Adrianita accedió.
Cuando llegó la fecha, mientras la esperaba en una esquina céntrica, pensé en lo extraño de la situación. No era una cita, pero igual para verla me corté el pelo, me puse un buen traje, elegí una hermosa corbata. Decidí regalarle flores. Nada demasiado personal, se me ocurrió. No rosas, porque podría interpretarlo incorrectamente. Elegí fresias. Era un ramo bonito, y tenía una hermosa fragancia. Y eran flores simples. Como ella, de chiquita. Por qué no.
Allí estaba, esperándola acicalado, peinadito, flores en mano. No era una cita. Pero la situación era rara. Obvio.
Los minutos pasaban, Adrianita no llegaba, y la ansiedad comenzaba a devorarme. Me llamó al celular y me anunció que me pasaba a buscar con su auto, que estaba a pocas cuadras, que cuál era Alem, que por dónde quedaba el Correo Central. Le expliqué como pude, y apenas unos minutos más tarde, me reencontré con mis recuerdos, que permanecían almacenados en su sonrisa.
Adrianita detuvo el auto, bajó la ventanilla y me invitó a subir. Yo no reconocía a esa mujer extraña que me observaba camuflada tras las gafas oscuras. Ella me escudriñaba con curiosidad: seguro intentaba responderse las mismas inquietudes que yo me había planteado respecto de ella.
Cuando sonrió tímidamente, cuando hizo ese pocito inconfundible que Adrianita hacía siempre cuando se reía, supe que estaba frente a ella.
Y esa sonrisa me hizo aflojar.


III

Fue un almuerzo encantador. Me alegró encontrar en Adrianita a una persona excepcional, cálida y macanuda. La vida hizo de ella una dama, pero dama con todas las letras.
Hoy es una señora radiante, robusta, encantadora. Sigue siendo una mujer atractiva. Las arruguitas en su rostro revelan sus vivencias (y le quedan divinas). Hablando con ella comprendí que estaba frente a una esposa enamorada y madre dedicada, que además es una persona emprendedora, dinámica y aficionada al trabajo. La sentí muy orgullosa de la historia propia que supo construir.
Voy a obviar los detalles sobre nuestra charla, un poco por respeto a Adrianita, y otro poco porque hay anécdotas y palabras que prefiero atesorarlas para mí.
Ahora puedo decir, simplemente, que de aquella chiquita anteojuda permaneció intacta esa alegría vital, esa misma dulzura que tenía cuando era una nena. No me sorprendió que me contara que se gana la vida organizando fiestas infantiles en un pelotero. Ninguna otra actividad podría caberle mejor a la Adrianita que yo conocí.
Casi terminando el almuerzo, café por medio, ella me confesó que aquel relato mío del año pasado le devolvió la memoria y la reconcilió con uno de los períodos más tristes de su vida. Uno nunca imagina cuánto bien puede hacer al otro, tan solo por dejar fluir una caricia en forma de relato.
Quizás Adrianita ni registre que ese recuerdo de mi amor infantil, que me acompañó en silencio por tres décadas, mejoró mi vida, todos los días.
O quizás, sí.

Gustavo Hierro, Periodista Argentino.

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